miércoles, 7 de octubre de 2009

Baldur y el Sol de Medianoche: (18) Viaje al fin del mundo

(Audición recomendada: Sigur Rós - The nothing song)




Doce horas más tarde y después de haber salido desde Los Ángeles y haber hecho escala en Seattle, por fin llegaba al Aeropuerto Internacional de Keflavik. La business class no ha impedido que tenga los pies entumecidos, pero los 10 whiskeys que he tomado me han ayudado a hacer el viaje más llevadero y a dormir más fácilmente. Menos mal que la azafata se lo ha tomado a cachondeo. Por lo visto, y debido a las condiciones atmosféricas, hemos tardado un poco más de la cuenta. Cuando aterrizamos a las 5 de la tarde el cielo estaba absolutamente cubierto, llovía y era noche cerrada. El aeropuerto es de juguete. En Estados Unidos casi se podría hablar de aeródromo.

Después de recoger las maletas he pedido un taxi para llegar al apartamento que había alquilado. Porque no estoy en Reykjavik, la capital, sino a 60 km de allí. Tuve que empezar a pensar en kilómetros en lugar de millas y en kilogramos en lugar de libras... esto es Europa. Cuando supe que esos 60 kilómetros eran aproximadamente 37 millas, pensé que una media hora en taxi, como mucho, bastaría para dejarme calentito y descansado en mi cama. Resulta que la única carretera asfaltada del pais es la que bordea la costa de la isla... y es de un carril para cada sentido. Y no se trata de asfalto común. En muchos casos está en mal estado y en otros en obras, con mucha grava, debido a las duras condiciones climatológicas. Ni hablar de circular a 75 millas por hora (o 120 kilómetros por hora en nomenclatura europea), por lo que el trayecto se cubre en unos 50 minutos por autobús o unos 40 en coche, si le pisas lo bastante.

El taxista no tuvo problemas en aceptar dólares, aunque eso me costó un poco más que si hubiera pagado en coronas. El paisaje parecía lunar. A través de las ventanillas del coche, a medio camino entre un monovolumen y un 4x4, y a pesar de que era de noche, podía intuír la belleza cruda del lugar. A la izquierda, un acantilado y la inmensidad del Atlántico Norte y a la derecha, una llanura despoblada de cualquier tipo de vegetación. La lluvía no paraba de caer. Fina y constante. El conductor, un buen tipo llamado Finnur de unos 50 años me preguntó si era mi primera vez en la isla. No tuve más remedio que decirle que sí. Lo era de forma consciente. "Si no te gusta el tiempo que hace, solo espérate 5 minutos" me dijo. "Cambia constantemente. De todas formas, a partir de ahora empezarán a haber más horas de luz y hará menos frío". Nadie me había reconocido. De momento, el "disfraz" funciona.

Llegamos a Reykjavik. La ciudad es pequeña. Acostumbrado a Los Ángeles o Nueva York, aquello se me hacía más un pueblo, o un barrio. Las casas eran bajitas y el mobiliario urbano muy austero y funcional. Llamé a la puerta del número que tenía apuntado. Gerda, la casera, apareció enfundada en una bata de color claro. La mujer, de unos 70 años de edad y prominentes arrugas me recibió con una amplia sonrisa. Tenía un buen aspecto y se podía intuír que había sido una joven atractiva. Jodie se encargó de hacer todas las gestiones para mi alojamiento. Tenía una hermana que no me merecía. No sé cómo demonios consiguió reservar este apartamento en pleno centro de la ciudad, justo en el número al otro lado de la calle. Gerda, en un buen ingés de marcado acento islandés, me dio las llaves del apartamento y me guió hasta él. Me explicó cómo funcionaba la calefacción y algunas nociones básicas de transporte público y costumbres diarias.

El sitio estaba amueblado de manera muy sencilla y funcional. Parece uno de los sellos de identidad islandeses. Todo moqueta por el suelo, muy diáfano. Planta superior con dormitorio y otro baño. Cocina con barra americana. Pequeña TV y teléfono. También había una mesa de escritorio y algunas sillas. Nada de lujos. Tampoco los buscaba. Coloqué toda la ropa en el armario. Eran poco más de las 9 de la noche y yo estaba hecho polvo del viaje y del jet lag. Me metí en la cama pero no podía dormir. Había dejado mis guitarras en Los Ángeles. A veces tocar me servía para relajarme y buscar el sueño. Otras, las menos, me salía algo decente y lo repetía las suficientes veces como para acordarme al día siguiente y grabarlo en el 8 pistas del local de ensayo. De pronto me di cuenta de que tenía hambre y recordé que solo había comido alguna porquería en el avión. Decidí salir a la calle y buscar algún sitio en el que comer y beber algo.

Menos mal que había dejado de llover y no hacía excesivo frío. Vagué un poco por las semidesiertas calles del barrio hasta que vi algo de luz en una esquina y descubrí que se trataba de un pub. Me acerqué y escuché música en directo. Perfecto. Era mucho más de lo que esperaba encontrar. Entré en el local. Estaban tocando un grupito de chicos jóvenes algunas versiones un poco manidas, pero no sonaban nada mal. Es más, sonaban bastante bien. A town called malice estaba haciendo las delicias del público que abarrotaba el sitio en ese momento. Decidí hacerme un hueco en la barra y pedir una hamburguesa de carne islandesa. Espero que acepten tarjetas de crédito, porque no llevo ni una corona encima.